lunes, 13 de octubre de 2014

“El Papel del Trabajo en la Transformación del Mono en Hombre”

El trabajo es la fuente de toda riqueza, afirman los especialistas en Economía 
política. Lo es, en efecto, a la par que la naturaleza, proveedora de los 
materiales que él convierte en riqueza. Pero el trabajo es muchísimo más que 
eso. Es la condición básica y fundamental de toda la vida humana. Y lo es en 
tal grado que, hasta cierto punto, debemos decir que el trabajo ha creado al 
propio hombre.
Hace muchos centenares de miles de años, en una época, aún no 
establecida definitivamente, de aquel período del desarrollo de la Tierra que 
los geólogos denominan terciario, probablemente a fines de este período, vivía 
en algún lugar de la zona tropical — quizás en un extenso continente hoy 
desaparecido en las profundidades del Océano Indico— una raza de monos 
antropomorfos extraordinariamente desarrollada. Darwin nos ha dado una 
descripción aproximada de estos antepasados nuestros. Estaban totalmente 
cubiertos de pelo, tenían barba, orejas puntiagudas, vivían en los árboles y 
formaban manadas.
Es de suponer que como consecuencia directa de su género de vida, por 
el que las manos, al trepar, tenían que desempeñar funciones distintas a las 
de los pies, estos monos se fueron acostumbrando a prescindir de ellas al 
caminar por el suelo y empezaron a adoptar más y más una posición erecta. 
Fue el paso decisivo para el tránsito del mono al hombre.
Todos los monos antropomorfos que existen hoy día pueden 
permanecer en posición erecta y caminar apoyándose únicamente en sus pies; 
pero lo hacen sólo en caso de extrema necesidad y, además, con suma 
torpeza. Caminan habitualmente en actitud semierecta, y su marcha incluye 
el uso de las manos. La mayoría de estos monos apoyan en el suelo los 
nudillos y, encogiendo las piernas, hacen avanzar el cuerpo por entre sus 
largos brazos, como un cojo que camina con muletas. En general, aún hoy 
podemos observar entre los monos todas las formas de transición entre la 
marcha a cuatro patas y la marcha en posición erecta. Pero para ninguno de 
ellos ésta última ha pasado de ser un recurso circunstancial.

Y puesto que la posición erecta había de ser para nuestros peludos 
antepasados primero una norma, y luego, una necesidad, de aquí se 
desprende que por aquel entonces las manos tenían que ejecutar funciones 
cada vez más variadas. Incluso entre los monos existe ya cierta división de 
funciones entre los pies y las manos. Como hemos señalado más arriba, 
durante la trepa las manos son utilizadas de distinta manera que los pies. Las 
manos sirven fundamentalmente para recoger y sostener los alimentos, como 
lo hacen ya algunos mamíferos inferiores con sus patas delanteras. Ciertos 
monos se ayudan de las manos para construir nidos en los árboles; y algunos, 
como el chimpancé, llegan a construir tejadillos entre las ramas, para 
defenderse de las inclemencias del tiempo. La mano les sirve para empuñar 
garrotes, con los que se defienden de sus enemigos, o para bombardear a 
éstos con frutos y piedras. Cuando se encuentran en la cautividad, realizan 
con las manos varias operaciones sencillas que copian de los hombres. Pero 
aquí es precisamente donde se ve cuán grande es la distancia que separa la 
mano primitiva de los monos, incluso la de los antropoides superiores, de la 
mano del hombre, perfeccionada por el trabajo durante centenares de miles de 
años. El número y la disposición general de los huesos y de los músculos son 
los mismos en el mono y en el hombre, pero la mano del salvaje más primitivo 
es capaz de ejecutar centenares de operaciones que no pueden ser realizadas 
por la mano de ningún mono. Ni una sola mano simiesca ha construido jamás 
un cuchillo de piedra, por tosco que fuese.
Por eso, las funciones, para las que nuestros antepasados fueron 
adaptando poco a poco sus manos durante los muchos miles de años que 
dura el período de transición del mono al hombre, sólo pudieron ser, en un 
principio, funciones sumamente sencillas. Los salvajes más primitivos, 
incluso aquellos en los que puede presumirse el retorno a un estado más 
próximo a la animalidad, con una degeneración física simultánea, son muy 
superiores a aquellos seres del período de transición. Antes de que el primer 
trozo de sílex hubiese sido convertido en cuchillo por la mano del hombre, 
debió haber pasado un período de tiempo tan largo que, en comparación con 
él, el período histórico conocido por nosotros resulta insignificante. Pero se 
había dado ya el paso decisivo: la mano era libre y podía adquirir ahora cada 
vez más destreza y habilidad; y ésta mayor flexibilidad adquirida se transmitía 
por herencia y se acrecía de generación en generación.
Vemos, pues, que la mano no es sólo el órgano del trabajo; es también 
producto de él. Unicamente por el trabajo, por la adaptación a nuevas y 
nuevas funciones, por la transmisión hereditaria del perfeccionamiento 
especial así adquirido por los músculos, los ligamentos y, en un período más 
largo, también por los huesos, y por la aplicación siempre renovada de estas 
habilidades heredadas a funciones nuevas y cada vez más complejas, ha sido 
como la mano del hombre ha alcanzado ese grado de perfección que la ha 
hecho capaz de dar vida, como por arte de magia, a los cuadros de Rafael, a 
las estatuas de Thorwaldsen y a la música de Paganini.
Pero la mano no era algo con existencia propia e independiente. Era 
únicamente un miembro de un organismo entero y sumamente complejo. Y lo que beneficiaba a la mano beneficiaba también a todo el cuerpo servido por 
ella; y lo beneficiaba en dos aspectos.
Primeramente, en virtud de la ley que Darwin llamó de la correlación 
del crecimiento. Según ésta ley, ciertas formas de las distintas partes de los 
seres orgánicos siempre están ligadas a determinadas formas de otras partes, 
que aparentemente no tienen ninguna relación con las primeras. Así, todos 
los animales que poseen glóbulos rojos sin núcleo y cuyo occipital está 
articulado con la primera vértebra por medio de dos cóndilos, poseen, sin 
excepción, glándulas mamarias para la alimentación de sus crías. Así 
también, la pezuña hendida de ciertos mamíferos va ligada por regla general a 
la presencia de un estómago multilocular adaptado a la rumia. Las 
modificaciones experimentadas por ciertas formas provocan cambios en la 
forma de otras partes del organismo, sin que estemos en condiciones de 
explicar tal conexión. Los gatos totalmente blancos y de ojos azules son 
siempre o casi siempre sordos. El perfeccionamiento gradual de la mano del 
hombre y la adaptación concomitante de los pies a la marcha en posición 
erecta repercutieron indudablemente, en virtud de dicha correlación, sobre 
otras partes del organismo.
Sin embargo, ésta acción aún está tan poco estudiada que aquí no 
podemos más que señalarla en términos generales.
Mucho más importante es la reacción directa —posible de demostrar—
del desarrollo de la mano sobre el resto del organismo. Como ya hemos dicho, 
nuestros antepasados simiescos eran animales que vivían en manadas; 
evidentemente, no es posible buscar el origen del hombre, el más social de los 
animales, en unos antepasados inmediatos que no viviesen congregados. Con 
cada nuevo progreso, el dominio sobre la naturaleza, que comenzara por el 
desarrollo de la mano, con el trabajo, iba ampliando los horizontes del 
hombre, haciéndole descubrir constantemente en los objetos nuevas 
propiedades hasta entonces desconocidas. Por otra parte, el desarrollo del 
trabajo, al multiplicar los casos de ayuda mutua y de actividad conjunta, y al 
mostrar así las ventajas de ésta actividad conjunta para cada individuo, tenía 
que contribuir forzosamente a agrupar aún más a los miembros de la 
sociedad. En resumen, los hombres en formación llegaron a un punto en que 
tuvieron necesidad de decirse algo los unos a los otros. La necesidad creó el 
órgano: la laringe poco desarrollada del mono se fue transformando, lenta 
pero firmemente, mediante modulaciones que producían a su vez 
modulaciones más perfectas, mientras los órganos de la boca aprendían poco 
a poco a pronunciar un sonido articulado tras otro.
La comparación con los animales nos muestra que ésta explicación del 
origen del lenguaje a partir del trabajo y con el trabajo es la única acertada. Lo 
poco que los animales, incluso los más desarrollados, tienen que comunicarse 
los unos a los otros puede ser transmitido sin el concurso de la palabra 
articulada. Ningún animal en estado salvaje se siente perjudicado por su 
incapacidad de hablar o de comprender el lenguaje humano. Pero la situación 
cambia por completo cuando el animal ha sido domesticado por el hombre. El contacto con el hombre ha desarrollado en el perro y en el caballo un oído tan 
sensible al lenguaje articulado, que estos animales pueden, dentro del marco 
de sus representaciones, llegar a comprender cualquier idioma. Además, 
pueden llegar a adquirir sentimientos desconocidos antes por ellos, como son 
el apego al hombre, el sentimiento de gratitud, etc. Quien conozca bien a estos 
animales, difícilmente podrá escapar a la convicción de que, en muchos casos, 
ésta incapacidad de hablar es experimentada ahora por ellos como un defecto. 
Desgraciadamente, este defecto no tiene remedio, pues sus órganos vocales se 
hallan demasiado especializados en determinada dirección. Sin embargo, 
cuando existe un órgano apropiado, ésta incapacidad puede ser superada 
dentro de ciertos límites. Los órganos bucales de las aves se distinguen en 
forma radical de los del hombre, y, sin embargo, las aves son los únicos 
animales que pueden aprender a hablar; y el ave de voz más repulsiva, el loro, 
es la que mejor habla. Y no importa que se nos objete diciéndonos que el loro 
no entiende lo que dice. Claro está que por el solo gusto de hablar y por 
sociabilidad con los hombres el loro puede estar repitiendo horas y horas todo 
su vocabulario. Pero, dentro del marco de sus representaciones, puede 
también llegar a comprender lo que dice. Enseñad a un loro a decir 
palabrotas, de modo que llegue a tener una idea de su significación (una de 
las distracciones favoritas de los marineros que regresan de las zonas cálidas), 
y veréis muy pronto que en cuanto lo irritáis hace uso de esas palabrotas con 
la misma corrección que cualquier verdulera de Berlín. Y lo mismo ocurre con 
la petición de golosinas.
Primero el trabajo, luego y con él la palabra articulada, fueron los dos 
estímulos principales bajo cuya influencia el cerebro del mono se fue 
transformando gradualmente en cerebro humano, que, a pesar de toda su 
similitud, lo supera considerablemente en tamaño y en perfección. Y a medida 
que se desarrollaba el cerebro, desarrollábanse también sus instrumentos 
más inmediatos: los órganos de los sentidos. De la misma manera que el 
desarrollo gradual del lenguaje va necesariamente acompañado del 
correspondiente perfeccionamiento del órgano del oído, así también el 
desarrollo general del cerebro va ligado al perfeccionamiento de todos los 
órganos de los sentidos. La vista del águila tiene mucho más alcance que la 
del hombre, pero el ojo humano percibe en las cosas muchos más detalles que 
el ojo del águila. El perro tiene un olfato mucho más fino que el hombre, pero 
no puede captar ni la centésima parte de los olores que sirven a éste de signos 
para diferenciar cosas distintas. Y el sentido del tacto, que el mono posee a 
duras penas en la forma más tosca y primitiva, se ha ido desarrollando 
únicamente con el desarrollo de la propia mano del hombre, a través del 
trabajo.
El desarrollo del cerebro y de los sentidos a su servicio, la creciente 
claridad de conciencia, la capacidad de abstracción y de discernimiento cada 
vez mayores, reaccionaron a su vez sobre el trabajo y la palabra, estimulando 
más y más su desarrollo. Cuando el hombre se separa definitivamente del 
mono, este desarrollo no cesa ni mucho menos, sino que continúa, en distinto 
grado y en distintas direcciones entre los distintos pueblos y en las diferentes 
épocas, interrumpido incluso a veces por regresiones de carácter local o temporal, pero avanzando en su conjunto a grandes pasos, considerablemente 
impulsado y, a la vez, orientado en un sentido más preciso por un nuevo 
elemento que surge con la aparición del hombre acabado: la sociedad.
Seguramente hubieron de pasar centenares de miles de años—que en 
la historia de la Tierra tienen menos importancia que un segundo en la vida 
de un hombre[3]— antes de que la sociedad humana surgiese de aquellas 
manadas de monos que trepaban por los árboles. Pero, al fin y al cabo, surgió. 
¿Y qué es lo que volvemos a encontrar como signo distintivo entre la manada 
de monos y la sociedad humana? Otra vez el trabajo. La manada de monos se 
contentaba con devorar los alimentos de un área que determinaban las 
condiciones geográficas o la resistencia de las manadas vecinas. Trasladábase 
de un lugar a otro y entablaba luchas con otras manadas para conquistar 
nuevas zonas de alimentación: pero era incapaz de extraer de estas zonas más 
de lo que la naturaleza buenamente le ofrecía, si exceptuamos la acción 
inconsciente de la manada, al abonar el suelo con sus excrementos. Cuando 
fueron ocupadas todas las zonas capaces de proporcionar alimento, el 
crecimiento de la población simiesca fue ya imposible; en el mejor de los casos 
el número de sus animales podía mantenerse al mismo nivel. Pero todos los 
animales son unos grandes despilfarradores de alimentos; además, con 
frecuencia destruyen en germen la nueva generación de reservas alimenticias. 
A diferencia del cazador, el lobo no respeta la cabra montés que habría de 
proporcionarle cabritos al año siguiente; las cabras de Grecia, que devoran los 
jóvenes arbustos antes de que puedan desarrollarse, han dejado desnudas 
todas las montañas del país. Esta «explotación rapaz» llevada a cabo por los 
animales desempeña un gran papel en la transformación gradual de las 
especies, al obligarlas a adaptarse a unos alimentos que no son los habituales 
para ellas, con lo que cambia la composición química de su sangre y se 
modifica poco a poco toda la constitución física del animal; las especies ya 
plasmadas desaparecen. No cabe duda de que ésta explotación rapaz 
contribuyó en alto grado a la humanización de nuestros antepasados, pues 
amplió el número de plantas y las partes de éstas utilizadas en la 
alimentación por aquella raza de monos que superaba con ventaja a todas las 
demás en inteligencia y en capacidad de adaptación. En una palabra, la 
alimentación, cada vez más variada, aportaba al organismo nuevas y nuevas 
substancias, con lo que fueron creadas las condiciones químicas para la 
transformación de estos monos en seres humanos. Pero todo esto no era 
trabajo en el verdadero sentido de la palabra. El trabajo comienza con la 
elaboración de instrumentos. ¿Y qué son los instrumentos más antiguos, si 
juzgamos por los restos que nos han llegado del hombre prehistórico, por el 
género de vida de los pueblos más antiguos que registra la historia, así como 
por el de los salvajes actuales más primitivos? Son instrumentos de caza y de 
pesca; los primeros utilizados también como armas. Pero la caza y la pesca 
suponen el tránsito de la alimentación exclusivamente vegetal a la 
alimentación mixta, lo que significa un nuevo paso de suma importancia en la 
transformación del mono en hombre. El consumo de carne ofreció al 
organismo, en forma casi acabada, los ingredientes más esenciales para su 
metabolismo. Con ello acortó el proceso de la digestión y otros procesos de la 
vida vegetativa del organismo (es decir, los procesos análogos a los de la vida de los vegetales), ahorrando así tiempo, materiales y estímulos para que 
pudiera manifestarse activamente la vida propiamente animal. Y cuanto más 
se alejaba el hombre en formación del reino vegetal, más se elevaba sobre los 
animales. De la misma manera que el hábito a la alimentación mixta convirtió 
al gato y al perro salvajes en servidores del hombre, así también el hábito a 
combinar la carne con la dieta vegetal contribuyó poderosamente a dar fuerza 
física e independencia al hombre en formación. Pero donde más se manifestó 
la influencia de la dieta cárnea fue en el cerebro, que recibió así en mucha 
mayor cantidad que antes las substancias necesarias para su alimentación y 
desarrollo, con lo que su perfeccionamiento fue haciéndose mayor y más 
rápido de generación en generación. Debemos reconocer —y perdonen los 
señores vegetarianos— que no ha sido sin el consumo de la carne como el 
hombre ha llegado a ser hombre; y el hecho de que, en una u otra época de la 
historia de todos los pueblos conocidos, el empleo de la carne en la 
alimentación haya llevado al canibalismo (aún en el siglo X, los antepasados 
de los berlineses, los veletabos o vilzes, solían devorar a sus progenitores) es 
una cuestión que no tiene hoy para nosotros la menor importancia.
El consumo de carne en la alimentación significó dos nuevos avances 
de importancia decisiva: el uso del fuego y la domesticación de animales. El 
primero redujo aún más el proceso de la digestión, ya que permitía llevar a la 
boca comida, como si dijéramos, medio digerida; el segundo multiplicó las 
reservas de carne, pues ahora, a la par con la caza, proporcionaba una nueva 
fuente para obtenerla en forma más regular. La domesticación de animales 
también proporcionó, con la leche y sus derivados, un nuevo alimento, que en 
cuanto a composición era por lo menos del mismo valor que la carne. Así, 
pues, estos dos adelantos se convirtieron directamente para el hombre en 
nuevos medios de emancipación. No podemos detenernos aquí a examinar en 
detalle sus consecuencias indirectas, a pesar de toda la importancia que 
hayan podido tener para el desarrollo del hombre y de la sociedad, pues tal 
examen nos apartaría demasiado de nuestro tema.
El hombre, que había aprendido a comer todo lo comestible, aprendió 
también, de la misma manera, a vivir en cualquier clima. Se extendió por toda 
la superficie habitable de la Tierra siendo el único animal capaz de hacerlo por 
propia iniciativa. Los demás animales que se han adaptado a todos los climas 
—los animales domésticos y los insectos parásitos— no lo lograron por sí 
solos, sino únicamente siguiendo al hombre. Y el paso del clima 
uniformemente cálido de la patria original, a zonas más frías donde el año se 
dividía en verano e invierno, creó nuevas necesidades, al obligar al hombre a
buscar habitación y a cubrir su cuerpo para protegerse del frío y de la 
humedad. Así surgieron nuevas esferas de trabajo y, con ellas, nuevas 
actividades que fueron apartando más y más al hombre de los animales.
Gracias a la cooperación de la mano, de los órganos del lenguaje y del 
cerebro, no sólo en cada individuo, sino también en la sociedad, los hombres 
fueron aprendiendo a ejecutar operaciones cada vez más complicadas, a 
plantearse y a alcanzar objetivos cada vez más elevados. El trabajo mismo se 
diversificaba y perfeccionaba de generación en generación extendiéndose cada vez a nuevas actividades. A la caza y a la ganadería vino a sumarse la 
agricultura, y más tarde el hilado y el tejido, el trabajo de los metales, la 
alfarería y la navegación. Al lado del comercio y de los oficios aparecieron, 
finalmente, las artes y las ciencias; de las tribus salieron las naciones y los 
Estados. Se desarrollaron el Derecho y la Política, y con ellos el reflejo 
fantástico de las cosas humanas en la mente del hombre: la religión. Frente a 
todas estas creaciones, que se manifestaban en primer término como 
productos del cerebro y parecían dominar las sociedades humanas, las 
producciones más modestas, fruto del trabajo de la mano, quedaron relegadas 
a segundo plano, tanto más cuanto que en una fase muy temprana del 
desarrollo de la sociedad (por ejemplo, ya en la familia primitiva), la cabeza 
que planeaba el trabajo era ya capaz de obligar a manos ajenas a realizar el 
trabajo proyectado por ella. El rápido progreso de la civilización fue atribuido 
exclusivamente a la cabeza, al desarrollo y a la actividad del cerebro. Los 
hombres se acostumbraron a explicar sus actos por sus pensamientos, en 
lugar de buscar ésta explicación en sus necesidades (reflejadas, naturalmente, 
en la cabeza del hombre, que así cobra conciencia de ellas). Así fue cómo, con 
el transcurso del tiempo, surgió esa concepción idealista del mundo que ha 
dominado el cerebro de los hombres, sobre todo desde la desaparición del 
mundo antiguo, y que todavía lo sigue dominando hasta el punto de que 
incluso los naturalistas de la escuela darwiniana más allegados al 
materialismo son aún incapaces de formarse una idea clara acerca del origen 
del hombre, pues esa misma influencia idealista les impide ver el papel 
desempeñado aquí por el trabajo.
Los animales, como ya hemos indicado de pasada, también modifican 
con su actividad la naturaleza exterior, aunque no en el mismo grado que el 
hombre; y estas modificaciones provocadas por ellos en el medio ambiente 
repercuten, como hemos visto, en sus originadores, modificándolos a su vez. 
En la naturaleza nada ocurre en forma aislada. Cada fenómeno afecta a otro y 
es, a su vez, influenciado por éste; y es generalmente el olvido de este 
movimiento y de ésta interacción universal lo que impide a nuestros 
naturalistas percibir con claridad las cosas más simples. Ya hemos visto cómo 
las cabras han impedido la repoblación de los bosques en Grecia; en Santa 
Elena, las cabras y los cerdos desembarcados por los primeros navegantes 
llegados a la isla exterminaron casi por completo la vegetación allí existente, 
con lo que prepararon el suelo para que pudieran multiplicarse las plantas 
llevadas más tarde por otros navegantes y colonizadores. Pero la influencia 
duradera de los animales sobre la naturaleza que los rodea es completamente 
involuntaria y constituye, por lo que a los animales se refiere, un hecho 
accidental. Pero cuanto más se alejan los hombres de los animales, más 
adquiere su influencia sobre la naturaleza el carácter de una acción 
intencional y planeada, cuyo fin es lograr objetivos proyectados de antemano. 
Los animales destrozan la vegetación del lugar sin darse cuenta de lo que 
hacen. Los hombres, en cambio, cuando destruyen la vegetación lo hacen con 
el fin de utilizar la superficie que queda libre para sembrar cereales, plantar 
árboles o cultivar la vid, conscientes de que la cosecha que obtengan superará 
varias veces lo sembrado por ellos. El hombre traslada de un país a otro 
plantas útiles y animales domésticos modificando así la flora y la fauna de continentes enteros. Más aún; las plantas y los animales, cultivadas aquéllas 
y criados éstos en condiciones artificiales, sufren tales modificaciones bajo la 
influencia de la mano del hombre que se vuelven irreconocibles. Hasta hoy día 
no han sido hallados aún los antepasados silvestres de nuestros cultivos 
cerealistas. Aún no ha sido resuelta la cuestión de saber cuál es el animal que 
ha dado origen a nuestros perros actuales, tan distintos unos de otros, o a las 
actuales razas de caballos, también tan numerosas.
Por lo demás, de suyo se comprende que no tenemos la intención de 
negar a los animales la facultad de actuar en forma planificada, de un modo 
premeditado. Por el contrario, la acción planificada existe en germen 
dondequiera que el protoplasma —la albúmina viva— exista y reaccione, es 
decir, realice determinados movimientos, aunque sean los más simples, en 
respuesta a determinados estímulos del exterior. Esta reacción se produce, no 
digamos ya en la célula nerviosa, sino incluso cuando aún no hay célula de 
ninguna clase. El acto mediante el cual las plantas insectívoras se apoderan 
de su presa, aparece también, hasta cierto punto, como un acto planeado, 
aunque se realice de un modo totalmente inconsciente. La facultad de realizar 
actos conscientes y premeditados se desarrolla en los animales en 
correspondencia con el desarrollo del sistema nervioso, y adquiere ya en los 
mamíferos un nivel bastante elevado. Durante la caza inglesa de la zorra 
puede observarse siempre la infalibilidad con que la zorra utiliza su perfecto 
conocimiento del lugar para ocultarse a sus perseguidores, y lo bien que 
conoce y sabe aprovechar todas las ventajas del terreno para despistarlos. 
Entre nuestros animales domésticos, que han llegado a un grado más alto de 
desarrollo gracias a su convivencia con el hombre, pueden observarse a diario 
actos de astucia, equiparables a los de los niños, pues lo mismo que el 
desarrollo del embrión humano en el claustro materno es una repetición 
abreviada de toda la historia del desarrollo físico seguido a través de millones 
de años por nuestros antepasados del reino animal, a partir del gusano, así 
también el desarrollo mental del niño representa una repetición, aún más 
abreviada, del desarrollo intelectual de esos mismos antepasados, en todo 
caso de los menos remotos. Pero ni un solo acto planificado de ningún animal 
ha podido imprimir en la naturaleza el sello de su voluntad. Sólo el hombre ha 
podido hacerlo.
Resumiendo: lo único que pueden hacer los animales es utilizar la 
naturaleza exterior y modificarla por el mero hecho de su presencia en ella. El 
hombre, en cambio, modifica la naturaleza y la obliga así a servirle, la domina. 
Y ésta es, en última instancia, la diferencia esencial que existe entre el 
hombre y los demás animales, diferencia que, una vez más, viene a ser efecto 
del trabajo[¨4].
Sin embargo, no nos dejemos llevar del entusiasmo ante nuestras 
victorias sobre la naturaleza. Después de cada una de estas victorias, la 
naturaleza toma su venganza. Bien es verdad que las primeras consecuencias 
de estas victorias son las previstas por nosotros, pero en segundo y en tercer 
lugar aparecen unas consecuencias muy distintas, totalmente imprevistas y 
que, a menudo, anulan las primeras. Los hombres que en Mesopotamia, Grecia, Asia Menor y otras regiones talaban los bosques para obtener tierra de 
labor, ni siquiera podían imaginarse que, al eliminar con los bosques los 
centros de acumulación y reserva de humedad, estaban sentando las bases de 
la actual aridez de esas tierras. Los italianos de los Alpes, que talaron en las 
laderas meridionales los bosques de pinos, conservados con tanto celo en las 
laderas septentrionales, no tenía idea de que con ello destruían las raíces de 
la industria lechera en su región; y mucho menos podían prever que, al 
proceder así, dejaban la mayor parte del año sin agua sus fuentes de 
montaña, con lo que les permitían, al llegar el período de las lluvias, vomitar 
con tanta mayor furia sus torrentes sobre la planicie. Los que difundieron el 
cultivo de la patata en Europa no sabían que con este tubérculo farináceo 
difundían a la vez la escrofulosis. Así, a cada paso, los hechos nos recuerdan 
que nuestro dominio sobre la naturaleza no se parece en nada al dominio de 
un conquistador sobre el pueblo conquistado, que no es el dominio de alguien 
situado fuera de la naturaleza, sino que nosotros, por nuestra carne, nuestra 
sangre y nuestro cerebro, pertenecemos a la naturaleza, nos encontramos en 
su seno, y todo nuestro dominio sobre ella consiste en que, a diferencia de los 
demás seres, somos capaces de conocer sus leyes y de aplicarlas 
adecuadamente.
En efecto, cada día aprendemos a comprender mejor las leyes de la 
naturaleza y a conocer tanto los efectos inmediatos como las consecuencias 
remotas de nuestra intromisión en el curso natural de su desarrollo. Sobre 
todo después de los grandes progresos logrados en este siglo por las Ciencias 
Naturales, nos hallamos en condiciones de prever, y, por tanto, de controlar 
cada vez mejor las remotas consecuencias naturales de nuestros actos en la 
producción, por lo menos de los más corrientes. Y cuanto más sea esto una 
realidad, más sentirán y comprenderán los hombres su unidad con la 
naturaleza, y más inconcebible será esa idea absurda y antinatural de la 
antítesis entre el espíritu y la materia, el hombre y la naturaleza, el alma y el 
cuerpo, idea que empieza a difundirse por Europa a raíz de la decadencia de la
antigüedad clásica y que adquiere su máximo desenvolvimiento en el 
cristianismo.
Mas, si han sido precisos miles de años para que el hombre aprendiera 
en cierto grado a prever las remotas consecuencias naturales de sus actos 
dirigidos a la producción, mucho más le costó aprender a calcular las remotas 
consecuencias sociales de esos mismos actos. Ya hemos hablado más arriba 
de la patata y de sus consecuencias en cuanto a la difusión de la escrofulosis: 
Pero, ¿qué importancia puede tener la escrofulosis comparada con los efectos 
que sobre las condiciones de vida de las masas del pueblo de países enteros 
ha tenido la reducción de la dieta de los trabajadores a simples patatas, con el 
hambre que se extendió en 1847 por Irlanda a consecuencia de una 
enfermedad de este tubérculo, y que llevó a la tumba a un millón de 
irlandeses que se alimentaban exclusivamente o casi exclusivamente de 
patatas y obligó a emigrar allende el océano a otros dos millones? Cuando los 
árabes aprendieron a destilar el alcohol, ni siquiera se les ocurrió pensar que 
habían creado una de las armas principales con que habría de ser 
exterminada la población indígena del continente americano, aún desconocido, en aquel entonces. Y cuando Colón descubrió más tarde 
América, no sabía que a la vez daba nueva vida a la esclavitud, desaparecida 
desde hacía mucho tiempo en Europa, y sentaba las bases de la trata de 
negros. Los hombres que en los siglos XVII y XVIII trabajaron para crear la 
máquina de vapor, no sospechaban que estaban creando un instrumento que 
habría de subvertir, más que ningún otro, las condiciones sociales en todo el 
mundo, y que, sobre todo en Europa, al concentrar la riqueza en manos de 
una minoría y al privar de toda propiedad a la inmensa mayoría de la 
población, habría de proporcionar primero el dominio social y político a la 
burguesía y provocar después la lucha de clases entre la burguesía y el 
proletariado, lucha que sólo puede terminar con el derrocamiento de la 
burguesía y la abolición de todos los antagonismos de clase. Pero también 
aquí, aprovechando una experiencia larga, y a veces cruel, confrontando y 
analizando los materiales proporcionados por la historia, vamos aprendiendo 
poco a poco a conocer las consecuencias sociales indirectas y más remotas de 
nuestros actos en la producción, lo que nos permite extender también a estas 
consecuencias nuestro dominio y nuestro control.
Sin embargo, para llevar a cabo este control se requiere algo más que el 
simple conocimiento. Hace falta una revolución que transforme por completo 
el modo de producción existente hasta hoy día y, con él, el orden social 
vigente.
Todos los modos de producción que han existido hasta el presente sólo 
buscaban el efecto útil del trabajo en su forma más directa e inmediata. No 
hacían el menor caso de las consecuencias remotas, que sólo aparecen más 
tarde y cuyo efecto se manifiesta únicamente gracias a un proceso de 
repetición y acumulación gradual. La primitiva propiedad comunal de la tierra 
correspondía, por un lado, a un estado de desarrollo de los hombres en el que 
el horizonte de éstos quedaba limitado, por lo general, a las cosas más 
inmediatas, y presuponía, por otro lado, cierto excedente de tierras libres, que 
ofrecía cierto margen para neutralizar los posibles resultados adversos de ésta 
economía positiva. Al agotarse el excedente de tierras libres, comenzó la 
decadencia de la propiedad comunal. Todas las formas más elevadas de 
producción que vinieron después condujeron a la división de la población en 
clases diferentes y, por tanto, al antagonismo entre las clases dominantes y 
las clases oprimidas. En consecuencia, los intereses de las clases dominantes 
se convirtieron en el elemento propulsor de la producción, en cuanto ésta no 
se limitaba a mantener bien que mal la mísera existencia de los oprimidos. 
Donde esto halla su expresión más acabada es en el modo de producción 
capitalista que prevalece hoy en la Europa Occidental. Los capitalistas 
individuales, que dominan la producción y el cambio, sólo pueden ocuparse 
de la utilidad más inmediata de sus actos. Más aún; incluso ésta misma 
utilidad —por cuanto se trata de la utilidad de la mercancía producida o 
cambiada— pasa por completo a segundo plano, apareciendo como único 
incentivo la ganancia obtenida en la venta.
La ciencia social de la burguesía, la Economía Política clásica, sólo se 
ocupa preferentemente de aquellas consecuencias sociales que constituyen el 
objetivo inmediato de los actos realizados por los hombres en la producción y 
el cambio. Esto corresponde plenamente al régimen social cuya expresión 
teórica es esa ciencia. Por cuanto los capitalistas aislados producen o cambian
con el único fin de obtener beneficios inmediatos, sólo pueden ser tenidos en 
cuenta, primeramente, los resultados más próximos y más inmediatos. 
Cuando un industrial o un comerciante vende la mercancía producida o 
comprada por él y obtiene la ganancia habitual, se da por satisfecho y no le 
interesa lo más mínimo lo que pueda ocurrir después con esa mercancía y su 
comprador. Igual ocurre con las consecuencias naturales de esas mismas 
acciones. Cuando en Cuba los plantadores españoles quemaban los bosques 
en las laderas de las montañas para obtener con la ceniza un abono que sólo 
les alcanzaba para fertilizar una generación de cafetos de alto rendimiento, 
¡poco les importaba que las lluvias torrenciales de los trópicos barriesen la 
capa vegetal del suelo, privada de la protección de los árboles, y no dejasen 
tras sí más que rocas desnudas! Con el actual modo de producción, y por lo 
que respecta tanto a las consecuencias naturales como a las consecuencias 
sociales de los actos realizados por los hombres, lo que interesa
preferentemente son sólo los primeros resultados, los más palpables. Y luego 
hasta se manifiesta extrañeza de que las consecuencias remotas de las 
acciones que perseguían esos fines resulten ser muy distintas y, en la mayoría 
de los casos, hasta diametralmente opuestas; de que la armonía entre la 
oferta y la demanda se convierta en su antípoda, como nos lo demuestra el 
curso de cada uno de esos ciclos industriales de diez años, y como han podido 
convencerse de ello los que con el «crac»[5] han vivido en Alemania un pequeño 
preludio; de que la propiedad privada basada en el trabajo de uno mismo se 
convierta necesariamente, al desarrollarse, en la desposesión de los 
trabajadores de toda propiedad, mientras toda la riqueza se concentra más y 
más en manos de los que no trabajan.

http://www.archivochile.com/Ideas_Autores/engelsf/engelsde00022.pdf

No hay comentarios:

Publicar un comentario